Nieves Soria
PSICOANALISTA
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ARTE Y PSICOANÁLISIS
 

No incautos
Antes de. Pura anticipación, “ la previa” de un acto que nunca llega. Un tiempo por ser, sin presente. Las películas Antes del amanecer y Antes del atardecer de Linklater nos introducen de lleno en el vacío del desencuentro que habitan dos seres hablantes (¿macho y hembra?, ¿pero sigue existiendo tal distinción en nuestra época?), desorbitados por un parloteo mortificante que los sofoca en una temporalidad de espera cargada de sentidos y saberes. Más jóvenes en la primera película, nueve años menos jóvenes en la siguiente, son sin embargo dos viejos que dialogan interminablemente en el cementerio sin saber que están vivos.

No incautos

 

Antes de. Pura anticipación,  “ la previa” de un acto que nunca llega. Un tiempo por ser, sin presente. Las películas Antes del amanecer  y Antes del atardecer de Linklater nos introducen de lleno en el vacío  del desencuentro que habitan dos seres hablantes (¿macho y hembra?, ¿pero sigue existiendo tal distinción en nuestra época?), desorbitados por un parloteo mortificante  que los sofoca en una temporalidad de espera cargada de sentidos y saberes. Más jóvenes en la primera película, nueve años menos jóvenes en la siguiente, son sin embargo dos viejos que dialogan interminablemente en el cementerio sin saber que están vivos.

 

1) La errancia  de nuestro goce.

Dos jóvenes se encuentran en un tren pronto a detenerse en Viena. Ella va a París, él tomará el avión a Estados Unidos en el aeropuerto de esa ciudad. Se sumergen en una charla que los atrapa, en la que rápidamente se deslizan a hablar con desfachatez de “todo”, intercambiando sin vacilación sentidos comunes acerca de la vida, el amor y el deseo en una suerte de ping-pong verboso que los envuelve, alejándolos casi completamente de toda experiencia.

Parecen gustarse, atraerse, sin embargo… En un impulso, él le propone pasar juntos la noche en Viena, sin dudarlo ella baja del tren con él. Captados como elementos de la belleza postal que propone la película en todas sus escenas, en un recorrido típicamente turístico por la ciudad nocturna, estos seres se acercan uno al otro con gran dificultad, casi a desgano, como un reflejo del hastío que suele embargar los encuentros entre los sexos en esta época de errancia de nuestro goce, allí donde falta el Otro para localizarlo, tal como señalaba Lacan en Televisión.

En efecto, su parloteo es errático, se desliza en una superficie  plana, sin puntos de detención, sin asperezas, sin puntos de acumulación. Lo mismo ocurre con sus cuerpos, que se pasean sin carretera principal, sin dirigirse a un lugar. No paran de hablar, no paran de caminar.

Una subjetividad difusa se esboza en un momento: ella lo lleva al cementerio, mostrándole la tumba de una joven adolescente, tal vez ella misma...  Cuando por fin descansan en un parque con una copa de vino a la luz de la luna no atinan a callar y dejar hablar a su cuerpos, hasta que ella confiesa: “cuando bajé del tren quería hacer el amor contigo, pero hemos hablado tanto que ya no sé…” Por un momento, el deseo parece abrirse  camino en el matorral lenguajero.

El director nos propone una mirada que retornará en la siguiente película, mirada que dice acerca de la subjetividad que en ambas se despliega: la mirada de una vieja.

 

2) La banalización del amor.

A pesar de su tierna juventud, son dos viejos, con sus corazones - y en alguna medida también sus cuerpos, en los que no se vislumbra la carne- secos. Ya saben lo que es la vida, el amor y el sexo. No esperan nada de ellos, salvo  lo peor: el desgaste que les impone el tiempo.  Parecen no querer separarse, pero ¿para qué conocer sus apellidos, pasarse sus números o direcciones electrónicas, si sólo sobrevendría la consabida estupidez, el aburrimiento? Ni que hablar de la locura de él no perder el avión o ella no volver a París. Sólo les resta despedirse, sin sentimentalismos. En su decir el amor se dibuja como una boludez romántica, ambos desestiman sus signos, banalizándolo.

Aunque…tal vez puedan volver a encontrarse, sí, en el mismo lugar dentro de seis meses. No incautos, advertidos de lo que no anda en la relación entre los sexos hasta el hartazgo, con la cita en el horizonte como un amuleto contra el hastío, podrán de ahora en más imaginar la postal del futuro encuentro, gozar con esa imagen fija sin el riesgo de atravesar ese tiempo con sus cuerpos y palabras, congelados.

 

3) ¿Desanimados por los gadgets?

En su seminario 17, El reverso del psicoanálisis, Lacan producía una serie de neologismos para su audiencia a fin de dar cuenta de los efectos de la tecnociencia en la subjetividad de la época. Las letosas, esos objetos inventados por la ciencia que gracias a su alianza con el mercado se producen en serie, como gadgets que funcionan como extensiones del plus de gozar en la aletósfera, ese nuevo campo del goce abierto por un nuevo estatuto de la verdad, sólo objetivable en el discurso de la ciencia. Extensiones de los objetos a de la pulsión ligados al deseo: la voz y la mirada, que recorren ese nuevo espacio habitado por ondas invisibles.

Lacan da el ejemplo de unos astronautas para quienes se avecina sin lugar a dudas la catástrofe, pero que sin embargo mantienen el ánimo gracias al objeto voz, que  se extiende hasta ellos a través de las comunicaciones con la base terrestre. Radiofonía, Televisión, aquello recién comenzaba y parecía redimensionar la vida más allá de los cuerpos biológicos, en nuevos cuerpos soportados por los gadgets.

En estas películas es posible encontrar el efecto contrario, un efecto de desanimación, desvitalización o desubjetivización como propio de la época actual. Los protagonistas hablan como unos personajes n, sin nombre, que podrían ser cualquiera, cualquier locutor que hoy dedica un programa radial a la rutina en el matrimonio y mañana otro a la eyaculación precoz, como cualquier oyente de ese programa o cualquier animador o vedette de los programas de televisión que hacen públicos detalles de sus vidas privadas en un afán de “figurar” en el que pierden su ser, llenos de lugares y sentidos comunes.

Transformación del ser viviente en un mero ser virtual, producto de una máquina, tal como proponía Bioy Casares en  La invención de Morel. Eros se volatiliza por esta operación a la que sólo el campo del goce recortado por lo que Freud llamó pulsión de muerte podría responder con propiedad.

 

4) ¿Gesto o acto?

Nueve años después se encuentran en París, cuando ella acude a la presentación de la novela que él escribió inspirado en aquella noche vienesa. él había acudido a la cita pero ella no, precisamente a causa de la muerte de una vieja, su abuela. El lleva una vida matrimonial exenta de pasión, soñando con ella y escribiendo el libro con la secreta esperanza de encontrarla.

Ella es una militante propia de la época, defensora ardiente del medio ambiente. Sin embargo, no ha habido otros ardores en su desesperanzada vida amorosa, lo que la empuja de tanto en tanto a la depresión.

Si bien han pasado sólo  nueve años los vemos muy envejecidos, tanto física como anímicamente, devastados por aquel goce que en la película anterior se presentaba como incipiente. Siguen hablando sin parar,  pero ahora su tono es menos exaltado, como un disco gastado. Su gesticulación, exacerbada en la película anterior, es ahora más pausada pero no menos patética,  tan adolescente como antes.

Nuevamente  la postal y el recorrido turístico, esta vez por el Sena. Nuevamente el avión que lo espera, nuevamente el parloteo y la puja, la anulación de los signos de amor: ella afirma distraídamente no recordar haber hecho el amor con él, entrando en detalles acerca de preservativos y otras yerbas, para más adelante confesarle que ese olvido era tan sólo una táctica de seducción. A lo que la contraofensiva no se hace esperar: él parece confesarle que sueña con ella, para desdecirse luego afirmando que se trataba de una simple artimaña.

Nuevamente la mirada de la muerte: ella le pregunta ¿lo hicimos en el cementerio?

Nuevamente no quieren separarse, él va postergando su salida al aeropuerto. Llegan a la casa de ella, le canta un vals que compuso, en el que suena el nombre de él. Nuevamente la negación: no lo escribió para él, le cambia el nombre según el visitante de turno. El tiempo corre, parece que va a perder el avión, sí…

En este punto se suspende la película, fiel a su lógica, dejando abierta una cuestión central en lo atinente no sólo a la sexualidad, sino más ampliamente, a la subjetividad de la época. A pesar del arrasamiento del parloteo, se ha producido un nuevo encuentro, una oportunidad. Un deseo parece empujarlos más allá de sus constantes denegaciones. Pero él va a perder el avión sin darse cuenta, como empujado por las circunstancias.

¿Logrará este sujeto acorralado por el parloteo y las imágenes, capturado por los pseudo-discursos de la época atravesar el plano del gesto y realizar un acto?

 

 

 

Nieves Soria Dafunchio

 

 

 

 

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