Antes de. Pura anticipación, “ la previa” de un acto que nunca llega. Un tiempo por ser, sin presente. Las películas Antes del amanecer y Antes del atardecer de Linklater nos introducen de lleno en el vacío del desencuentro que habitan dos seres hablantes (¿macho y hembra?, ¿pero sigue existiendo tal distinción en nuestra época?), desorbitados por un parloteo mortificante que los sofoca en una temporalidad de espera cargada de sentidos y saberes. Más jóvenes en la primera película, nueve años menos jóvenes en la siguiente, son sin embargo dos viejos que dialogan interminablemente en el cementerio sin saber que están vivos.
No incautos
Antes de. Pura anticipación, “ la previa” de un acto que nunca llega. Un
tiempo por ser, sin presente. Las películas Antes
del amanecer y Antes del atardecer de Linklater nos introducen de lleno en el
vacío del desencuentro que habitan dos
seres hablantes (¿macho y hembra?, ¿pero sigue existiendo tal distinción en
nuestra época?), desorbitados por un parloteo mortificante que los sofoca en una temporalidad de espera
cargada de sentidos y saberes. Más jóvenes en la primera película, nueve años
menos jóvenes en la siguiente, son sin embargo dos viejos que dialogan
interminablemente en el cementerio sin saber que están vivos.
1) La errancia de nuestro goce.
Dos jóvenes se encuentran en un tren pronto a detenerse en
Viena. Ella va a París, él tomará el avión a Estados Unidos en el aeropuerto de
esa ciudad. Se sumergen en una charla que los atrapa, en la que rápidamente se
deslizan a hablar con desfachatez de “todo”, intercambiando sin vacilación
sentidos comunes acerca de la vida, el amor y el deseo en una suerte de ping-pong verboso que los envuelve,
alejándolos casi completamente de toda experiencia.
Parecen gustarse, atraerse, sin embargo… En un impulso, él
le propone pasar juntos la noche en Viena, sin dudarlo ella baja del tren con
él. Captados como elementos de la belleza postal que propone la película en
todas sus escenas, en un recorrido típicamente turístico por la ciudad
nocturna, estos seres se acercan uno al otro con gran dificultad, casi a
desgano, como un reflejo del hastío que suele embargar los encuentros entre los
sexos en esta época de errancia de nuestro goce, allí donde falta el Otro para
localizarlo, tal como señalaba Lacan en Televisión.
En efecto, su parloteo es errático, se desliza en una
superficie plana, sin puntos de
detención, sin asperezas, sin puntos de acumulación. Lo mismo ocurre con sus
cuerpos, que se pasean sin carretera principal, sin dirigirse a un lugar. No
paran de hablar, no paran de caminar.
Una subjetividad difusa se esboza en un momento: ella lo
lleva al cementerio, mostrándole la tumba de una joven adolescente, tal vez
ella misma... Cuando por fin descansan
en un parque con una copa de vino a la luz de la luna no atinan a callar y dejar
hablar a su cuerpos, hasta que ella confiesa: “cuando bajé del tren quería
hacer el amor contigo, pero hemos hablado tanto que ya no sé…” Por un momento,
el deseo parece abrirse camino en el
matorral lenguajero.
El director nos propone una mirada que retornará en la
siguiente película, mirada que dice acerca de la subjetividad que en ambas se
despliega: la mirada de una vieja.
2) La banalización del amor.
A pesar de su tierna juventud, son dos viejos, con sus
corazones - y en alguna medida también sus cuerpos, en los que no se vislumbra
la carne- secos. Ya saben lo que es la vida, el amor y el sexo. No esperan nada
de ellos, salvo lo peor: el desgaste que
les impone el tiempo. Parecen no querer
separarse, pero ¿para qué conocer sus apellidos, pasarse sus números o
direcciones electrónicas, si sólo sobrevendría la consabida estupidez, el
aburrimiento? Ni que hablar de la locura de él no perder el avión o ella no
volver a París. Sólo les resta despedirse, sin sentimentalismos. En su decir el
amor se dibuja como una boludez romántica, ambos desestiman sus signos,
banalizándolo.
Aunque…tal vez puedan volver a encontrarse, sí, en el mismo
lugar dentro de seis meses. No incautos, advertidos de lo que no anda en la
relación entre los sexos hasta el hartazgo, con la cita en el horizonte como un
amuleto contra el hastío, podrán de ahora en más imaginar la postal del futuro
encuentro, gozar con esa imagen fija sin el riesgo de atravesar ese tiempo con
sus cuerpos y palabras, congelados.
3) ¿Desanimados por los gadgets?
En su seminario 17, El
reverso del psicoanálisis, Lacan producía una serie de neologismos para su
audiencia a fin de dar cuenta de los efectos de la tecnociencia en la
subjetividad de la época. Las letosas,
esos objetos inventados por la ciencia que gracias a su alianza con el mercado
se producen en serie, como gadgets
que funcionan como extensiones del plus de gozar en la aletósfera, ese nuevo campo del goce abierto por un nuevo estatuto
de la verdad, sólo objetivable en el discurso de la ciencia. Extensiones de los
objetos a de la pulsión ligados al deseo: la voz y la mirada, que recorren ese
nuevo espacio habitado por ondas invisibles.
Lacan da el ejemplo de unos astronautas para quienes se
avecina sin lugar a dudas la catástrofe, pero que sin embargo mantienen el
ánimo gracias al objeto voz, que se
extiende hasta ellos a través de las comunicaciones con la base terrestre. Radiofonía, Televisión, aquello recién comenzaba y parecía redimensionar la
vida más allá de los cuerpos biológicos, en nuevos cuerpos soportados por los gadgets.
En estas películas es posible encontrar el efecto contrario,
un efecto de desanimación, desvitalización o desubjetivización como propio de
la época actual. Los protagonistas hablan como unos personajes n, sin nombre, que podrían ser
cualquiera, cualquier locutor que hoy dedica un programa radial a la rutina en
el matrimonio y mañana otro a la eyaculación precoz, como cualquier oyente de
ese programa o cualquier animador o vedette
de los programas de televisión que hacen públicos detalles de sus vidas
privadas en un afán de “figurar” en el que pierden su ser, llenos de lugares y
sentidos comunes.
Transformación del ser viviente en un mero ser virtual,
producto de una máquina, tal como proponía Bioy Casares en La invención
de Morel. Eros se volatiliza por esta operación a la que sólo el campo del
goce recortado por lo que Freud llamó pulsión de muerte podría responder con
propiedad.
4) ¿Gesto o acto?
Nueve años después se encuentran en París, cuando ella acude
a la presentación de la novela que él escribió inspirado en aquella noche
vienesa. él había acudido a la cita pero ella no, precisamente a causa de la
muerte de una vieja, su abuela. El lleva una vida matrimonial exenta de pasión,
soñando con ella y escribiendo el libro con la secreta esperanza de
encontrarla.
Ella es una militante propia de la época, defensora ardiente
del medio ambiente. Sin embargo, no ha habido otros ardores en su
desesperanzada vida amorosa, lo que la empuja de tanto en tanto a la depresión.
Si bien han pasado sólo
nueve años los vemos muy envejecidos, tanto física como anímicamente,
devastados por aquel goce que en la película anterior se presentaba como
incipiente. Siguen hablando sin parar,
pero ahora su tono es menos exaltado, como un disco gastado. Su
gesticulación, exacerbada en la película anterior, es ahora más pausada pero no
menos patética, tan adolescente como
antes.
Nuevamente la postal
y el recorrido turístico, esta vez por el Sena. Nuevamente el avión que lo
espera, nuevamente el parloteo y la puja, la anulación de los signos de amor:
ella afirma distraídamente no recordar haber hecho el amor con él, entrando en
detalles acerca de preservativos y otras yerbas, para más adelante confesarle
que ese olvido era tan sólo una táctica de seducción. A lo que la
contraofensiva no se hace esperar: él parece confesarle que sueña con ella,
para desdecirse luego afirmando que se trataba de una simple artimaña.
Nuevamente la mirada de la muerte: ella le pregunta ¿lo
hicimos en el cementerio?
Nuevamente no quieren separarse, él va postergando su salida
al aeropuerto. Llegan a la casa de ella, le canta un vals que compuso, en el
que suena el nombre de él. Nuevamente la negación: no lo escribió para él, le
cambia el nombre según el visitante de turno. El tiempo corre, parece que va a
perder el avión, sí…
En este punto se suspende la película, fiel a su lógica,
dejando abierta una cuestión central en lo atinente no sólo a la sexualidad,
sino más ampliamente, a la subjetividad de la época. A pesar del arrasamiento
del parloteo, se ha producido un nuevo encuentro, una oportunidad. Un deseo
parece empujarlos más allá de sus constantes denegaciones. Pero él va a perder
el avión sin darse cuenta, como empujado por las circunstancias.
¿Logrará este sujeto acorralado por el parloteo y las
imágenes, capturado por los pseudo-discursos de la época atravesar el plano del
gesto y realizar un acto?
Nieves Soria Dafunchio
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