Existe una soledad estructural del ser hablante, a la que Freud se referÃa con el término tantas veces retomado por Lacan de hilflosigkeit. Llegamos al mundo como objetos a, arrojados a la vida con toda la distancia que nos impone el lenguaje, y respecto de esa existencia debemos arreglárnoslas solos.
Dicha soledad se vuelve especialmente evidente en nuestra época, definida por Miller y Laurent como aquélla del Otro que no existe, en referencia al planteo lacaniano de Televisión acerca de la desorientación en el plano del goce cuando falta el Otro para situarlo.
En efecto, muy lejos
del planteo orweliano con que el incipiente orden de hierro de la burocracia
soviética dejaba soñar, un poco más cerca quizás del Mundo feliz de Huxley, dominado por el discurso capitalista, nada de Big
ni small Brother: las figuras del
gran Otro han perdido consistencia, llegando a alcanzar a la máxima autoridad
eclesiástica en la inaudita renuncia de Benedicto XVI (con el linaje que dicho
número conlleva) y el consiguiente ascenso de la simpática figura de Francisco
a secas, quien, tan cercano y tan par, hace caer al ídolo junto con la
infalibilidad papal. La crisis de la autoridad afecta a todas las
instituciones, alcanzando también a nuestra práctica, fundada en la autoridad
analítica.
Al faltar el velo del
gran Otro, el sujeto contemporáneo se encuentra especialmente afectado por la
soledad, tanto más notoria cuanto menos necesita de la presencia real del pequeño
otro para hacer lazo. Esta caída del velo sin duda conlleva consecuencias
clínicas que obligan a reinventar nuestra teoría y reorientar nuestra práctica,
en la que cada vez más nos encontramos, junto con las neurosis o psicosis clásicas,
con nuevas subjetividades, respecto de las cuales propongo plantear la
inexistencia del Nombre del Padre.
1) La inexistencia del
Nombre del Padre
El analista sabe de la
inexistencia del Otro por haberla experimentado en su propio análisis. Y como
el Otro del que se ha tratado clásicamente para el psicoanálisis (neurosis o
psicosis) es el Nombre del Padre, ha llegado a prescindir luego de haberse
servido de él. Lo novedoso en su
práctica actual es que el partenaire no
necesariamente ha fundado su subjetividad en el Nombre del Padre, ni en la vía
de su admisión ni en la de su rechazo,
ya que es el significante mismo el que pierde vigencia día a día,
desprestigiado, entre otras razones, por la vertiente sado-masoquista que
conlleva en el plano del goce –señalada por Lacan en múltiples oportunidades.
En efecto, no se trata
de que el significante padre haya dejado de existir –continúa haciéndolo
insistentemente, de diversos modos- sino de que ha perdido su posición de
privilegio en el orden simbólico, que al ubicarlo en el lugar de agente del
discurso del amo, organizaba dicho orden edípicamente. Ha perdido su función
deificante, sagrada, de é-pater, de
impacto en la familia, función de humanización del deseo en su anudamiento con
la ley.
2) La ausencia de
ideales y la pérdida de sentido
El sujeto contemporáneo
lleva las marcas de dicha inexistencia, obligándonos a la reinvención de
nuestra teoría y nuestra práctica. Una de ellas es la ausencia de lo que conocemos como Ideal
del Yo posedípico, quedando el sujeto
frecuentemente atrapado en una marea de lábiles ideales respecto de los cuales
no encuentra orientación (perdiéndose entonces en distintas prácticas y
consumos, generalmente bajo la lógica del acting-out
como llamado a una función paterna que desconoce y por ende se encuentra
inhabilitado para articular), en cuyo caso no se tratará en la operación
analítica de hacer caer los alicaídos ideales, sino de producir las condiciones
para una intervención orientadora.
Otra marca fundamental
del sujeto contemporáneo es la melancolización (a veces con su reverso maníaco)
que plantea clínicamente el problema de la depresión generalizada. En efecto,
la vida es una pérdida incesante difícil de soportar sin la función de la
castración, forcluida del discurso capitalista, que por otra parte ofrece en su
lógica misma una experiencia permanente de la transitoriedad. La consecuencia
son el cinismo y la pérdida de sentido, que suelen dejar al sujeto presa de la
angustia masiva, cuando no de la desesperación (todo lo que entra bajo la
rúbrica de lo que hoy se llama ataque de pánico). En estos casos no se trata de
ir en contra del sentido, ya que no hay síntoma en sentido estricto, lo que
vuelve necesaria alguna construcción de la dimensión real del sentido a partir
de la resonancia de aquellos significantes que insisten en el decir del sujeto.
Sin duda el orden
simbólico, que constituye el gran Otro como conjunto del saber que da lugar al
inconsciente, es una defensa fundamental ante lo real. Cuando en la dirección
de la cura con las neurosis intervenimos perturbando la defensa, lo hacemos en
la medida que verificamos la existencia de una defensa efectiva, que permitirá
dosificar los encuentros con lo real efecto de la intervención analítica. Pero
cuando la defensa ante lo real apenas se sostiene, se tratará más bien del
tejido de una trama simbólica como defensa que posibilite al sujeto entrar en el
campo de la palabra, en el que podrá encontrarse con alguna verdad singular que
lo interrogue, causándolo.
¿Se trata entonces de
una orientación hacia lo real en la práctica analítica con este nuevo partenaire que llega intimidado,
impactado, traumatizado o aturdido por ese registro, o se trata más bien de una
orientación hacia lo simbólico que vuelva el encuentro con lo real posible,
soportable, fecundo?
Y quizás entonces
podamos sostener con Lacan que en este mundo líquido, relativista y no incauto
del inconsciente es a su vez el analista quien se propone como un nuevo partenaire, un partenaire inédito, que corre el riesgo de asumir un lugar
asimétrico, ateo que no sirve a ningún dios -ni siquiera al que supone un ideal
de igualdad ficticia y desamparante-, un ateo en serio, ateo del acto, o acteo, como diría Lacan.
Nieves
Soria
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